En la década de los 70 del siglo pasado, la cocaína sustituyó a la marihuana y el LSD como droga de moda entre los artistas e intelectuales de los Estados Unidos. El porno, que nació precisamente en esos años, no pudo permanecer al margen de dicha moda, pero no más que otras profesiones. A pesar del aparente efecto vigorizante de la coca, la mayoría de los profesionales del triple X que consumían esa droga lo hacían de forma recreativa, como un elemento más del ritual imprescindible para divertirse.
El caso más conocido de adicción a la coca es el de John Holmes. El actor de los 35 centímetros de pene comenzó a esnifar cocaína en los albores de su carrera, a finales de los 60, pero, a lo largo de los años, se convirtió en un adicto a dicho estupefaciente. En su época de esplendor como actor X, Holmes iba siempre con un maletín que contenía una pipa y la parafernalia necesaria como para fumarla, además de metérsela por la nariz. Cada 15 minutos necesitaba una dosis, ya fuera por vía nasal o por vía pulmonar, y aquella adicción, aparte de llevarlo a la ruina económica -se estima que Holmes se metía dos onzas (unos 56 gramos) de coca al día-, fue un serio inconveniente para su herramienta de trabajo, incapaz de permanecer erecta en los rodajes pese a los encomiables esfuerzos de las fluffers. El sida, que contrajo ejerciendo como chapero para poder financiar su altísimo ritmo de vida narcótica, se lo llevó al otro mundo en 1988.
John Holmes no fue un caso aislado. «Todo el mundo tomaba coca en los 70», recuerda Veronica Hart de aquella orgía de polvos blancos que fue la edad de oro del porno norteamericano. La lista de actores y actrices con diversos problemillas nasales es lo suficientemente extensa como para detenerse en algunos casos en particular. Los más trágicos fueron los de Shauna Grant, jovencita alocada que nunca pareció disfrutar de su profesión y que acabó liada con uno de los principales camellos de Palm Springs hasta que se pegó un tiro en la boca en 1984; Artie Mitchell, el menor de los hermanos más famosos de este negocio, que amaneció un día con el cuerpo lleno de plomo a resultas de los disparos de un rifle empuñado por su propio hermano y que había consumido sus últimos años de vida pintando rayas en el O’Farrell Teather; y Jerry Butler, que no la palmó pero escribió una autobiografía en la que desvelaba todo el trajineo farlopero de la industria (en el que él había participado activamente) y nunca más volvieron a contratarlo por chivato.
La edad de oro del porno norteamericano también lo fue de las clínicas de desintoxicación de drogadictos. Decenas de profesionales del porno (y del cine convencional) pasaron largos periodos en aquellos templos del «me estoy quitando» para recaer o no, según los casos. Samantha Strong, Jeanna Fine, Eric Edwards, Jon Dough, Racquel Darrian, Randy Spears, Taija Rae, Alexandria Quinn o Danielle Rodgers, todas ellas estrellas de los 80 y los 90, fueron ilustres pacientes de esos establecimientos. No lo fueron, sin embargo, farloperos confesos como Tori Welles, que concilió su costumbre de atizarse tiritos con una desmedida afición a la bebida, Ginger Lynn, que compartiría líneas (y bingos) con el actor de cine Charlie Sheen, la llorada Savannah, que se metía en los camerinos de los rockeros para colmar sus aspiraciones, Paul Thomas, que pasó una temporadita en la cárcel por posesión de coca, Sharon Mitchell, quien pasó de la coca al caballo y hubo de dejarlo todo después de que un loco la atacara en su propia casa cuando estaba colocada, o Jenna Jameson de quien, pese a que nunca lo ha confesado, todos los críticos del ramo conocen sus inclinaciones nasales.
Y todo esto lo sabemos porque se dedicaban al porno. Si hubieran sido abogados, médicos o pilotos de aerolíneas, sus inclinaciones nasales habrían pasado desapercibidas. Pero esa es una de las cruces con las que ha de cargar el porno.